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miércoles, 13 de noviembre de 2019

Se presenta en Segovia el libro "Los campos de concentración de Franco"


Se ha presentado en Segovia el libro" Los campos de concentración de Franco" en la Librería Icaro dentro del ciclo Lectura y compromiso que organiza el Foro Social de Segovia con la presencia del autor, el periodista y escritor Carlos Hernández el acto ha sido presentado por Aurelio Quintanilla.

Una investigación revela la existencia de 300 campos de concentración franquistas, 24 de ellos en Castilla y León, por los que pasaron entre 700.000 y 1.000.000 de españoles

- La mayoría eran recintos al aire libre, pero también se usaron instalaciones y edificios ya existentes: plazas de toros como las de Soria, Bilbao, Cáceres, Valencia, Málaga, Madrid o Pamplona; campos de fútbol como los del Real Madrid o el Rayo Vallecano; edificios religiosos de Cataluña, Galicia o Castilla y León…



- Carlos Hernández de Miguel, autor de Los últimos españoles de Mauthausen, retrata en su segundo libro la vida y la muerte en el interior de los campos de concentración franquistas a través del testimonio de centenares de prisioneros

«En los campos de concentración franquistas no hubo cámaras de gas, pero se practicó el exterminio y se explotó a los cautivos como trabajadores esclavos. En España no hubo un genocidio judío o gitano, pero sí hubo un verdadero holocausto ideológico, una solución final contra quienes pensaban de forma diferente». Esta es una de las conclusiones que aporta Carlos Hernández de Miguel en su nuevo libro: Los campos de concentración de Franco. La obra consta de dos partes bien diferenciadas. En la primera de ellas se detalla, a través de los documentos oficiales, el proceso de creación y consolidación del sistema concentracionario franquista. Un sistema que, además de los campos de concentración, contó también con centenares de batallones de trabajadores esclavos. Un sistema que nació poco después de la sublevación militar, pero que se prolongó durante buena parte de la dictadura. La otra parte del libro relata el hambre, las torturas, las enfermedades, la muerte… en definitiva, el drama humano que sufrieron esos cientos de miles de hombres y mujeres que pasaron días, meses o años entre las alambradas franquistas.


Después de tres años dedicados en exclusiva a investigar este capítulo olvidado de nuestra Historia, en los que ha visitado decenas de archivos, el autor ha logrado identificar 296 campos de concentración oficiales, abiertos en otras tantas ciudades y pueblos españoles. Algunos de ellos fueron, en realidad, grandes complejos concentracionarios formados por varios recintos. Es el caso de la ciudad de León, en la que se estableció un campo central en el monumental Hostal de San Marcos y otros tres de menor tamaño en Hospicio, el Colegio Ponce y Santa Ana. Algo similar ocurrió en Alicante, Guadalajara, Irún, Cáceres, Cartagena, Pamplona, Murcia y Bilbao 


Veinticuatro campos de concentración en Castilla y León

El territorio castellanoleonés fue el cuarto que más campos de concentración franquistas albergó, 24. Solo Andalucía, con 52 campos, la Comunidad Valenciana con 41 y Castilla-La Mancha con 38 le superan en este particular ránking del horror. Además, los recintos concentracionarios más longevos y más importantes del franquismo estuvieron instalados en esta comunidad autónoma. La cifra total de campos de concentración identificados en la obra es casi el doble de la que se había logrado documentar en trabajos anteriores.

Este es el listado de campos de concentración habilitados en Castilla y León que el autor ha podido documentar: Provincia de Ávila: Arévalo; provincia de Burgos: Aranda de Duero, Burgos, Castrillo del Val, Lerma y Miranda de Ebro; provincia de León: Astorga (cuartel de Santocildes y la Pajera de Carro), León (complejo concentracionario formado por los campos de San Marcos, Santa Ana, Hospicio y Colegio Ponce), Santa Martas y Valencia de Don Juan; provincia de Palencia: Palencia (en Viñalta, en las Escuelas Berruguete y en el Manicomio Viejo); provincia de Salamanca: Ciudad Rodrigo (Monasterio de la Caridad) y Salamanca (Grupo Escolar Francisco de Vitoria); provincia de Segovia: Armuña y Cerezo de Abajo; provincia de Soria: El Burgo de Osma (seminario de Santo Domingo de Guzmán y plaza de toros), Medinaceli, monasterio de Santa María de Huerta y Soria (convento/cuartel de Santa Clara); provincia de Valladolid: monasterio de la Santa Espina, Medina de Rioseco (Paneras de Galindo y finca Villagodio) y Valbuena de Duero (monasterio de Santa María); provincia de Zamora: Toro (Asilo de la Marquesa de Valparaíso y hospitales de la Convalecencia y de la Cruz,) y Zamora (antiguo cuartel de Infantería)

Hoy son hoteles, templos, estadios, recintos de espectáculos, colegios…

En base a la documentación analizada, el autor estima que pasaron por los campos de concentración franquistas entre 700.000 y un millón de españoles y españolas. El ejército sublevado y la posterior dictadura utilizaron todo tipo de recintos para habilitar estos lugares de exterminio, torturas y reclusión. Miles de espectadores asisten hoy en día a festejos taurinos y a todo tipo de espectáculos en plazas de toros que, en su día, fueron testigo del sufrimiento, el hambre, las torturas y la muerte de miles de prisioneros. Lo mismo ocurre con recintos deportivos, hoy reconstruidos: el estadio del Viejo Chamartín en el que jugaba el Real Madrid, el campo del Puente de Vallecas también en la capital de España, los Campos de Sports de El Sardinero en Santander o el Stadium Gal del Real Irún.
Antiguos campos de concentración franquistas son también lugares en los que estudian nuestros hijos, rezan nuestros mayores o en los que nos alojamos durante una escapada de fin de semana. El Hostal de San Marcos en León y el Palacio Ducal de Lerma, dos de los campos más letales del franquismo, son actualmente unos lujosos Paradores de Turismo. Los estudiantes abarrotan hoy el lugar que ocuparon los prisioneros en la Universidad de Deusto en Bilbao, en el colegio Miguel de Unamuno en Madrid o en el instituto Marqués de Manzanedo de Santoña. Después de haber sido lugar de confinamiento y de ejecuciones, edificios religiosos como el convento de San

Agustín en Igualada, el de los Carmelitas en Tarragona, el de las Claras en Murcia o el de San Pascual en Aranjuez vuelven a servir hoy al fin para el que originalmente fueron construidos.

Recintos de exterminio, trabajos forzados, castigo y “reeducación”

El 19 de julio de 1936, menos de 48 horas después del inicio del golpe de Estado contra la República, los militares sublevados abrieron las puertas del primer campo de concentración en la ciudad de Zeluán (Protectorado español de Marruecos). Franco envió una orden al resto de los generales instándoles a organizar «campos de concentración con los elementos perturbadores, que emplearán en trabajos públicos, separados de la población». A partir de ese momento, centenares de recintos que respondían a esa denominación oficial serían inaugurados en Canarias, Baleares y en las zonas de la Península que conquistaban las tropas “nacionales”.

Tal y como ha documentado Hernández de Miguel, el sistema concentracionario franquista no fue homogéneo y estuvo marcado por la improvisación y la arbitrariedad de sus responsables. Aún así, los campos de concentración de Franco fueron básicamente lugares de exterminio, castigo, sometimiento, “reeducación” y, sobre todo, de selección. El dictador no quería que ni uno solo de los prisioneros que capturaba en el frente ni aquellos civiles que detenía en retaguardia quedaran en libertad sin haber sido concienzudamente investigados y depurados. Los campos de concentración fueron los lugares en los que se realizó esa selección. Los oficiales del Ejército y los miembros más destacados de las organizaciones republicanas fueron asesinados o sometidos a juicios sumarísimos que les condujeron al paredón para ser fusilados o a prisiones en las que pasaron años encerrados en condiciones infrahumanas. El resto de los cautivos fueron utilizados como obreros esclavos en el propio campo o en batallones de trabajadores que construyeron centenares de infraestructuras, algunas de las cuales aún seguimos empleando hoy en día.

Los campos de concentración de Franco persiguieron otro objetivo: amedrentar a los cautivos y lavarles el cerebro para evitar que pudieran representar una amenaza para la dictadura. Los documentos oficiales y la prensa del Movimiento describían gráficamente cuál era el fin último de este adoctrinamiento forzoso que se llevaba a cabo en los campos: «Ganarlos para la causa de la nueva España, para la fe en Dios, para el amor a la Patria, para la veneración por el Caudillo providencial que nos rige…». Diariamente eran obligados a cantar los himnos franquistas, realizar el saludo fascista, asistir a charlas “patrióticas” y participar en misas y otros actos religiosos.

No hubo campos para mujeres, pero sí hubo mujeres en los campos

En la mentalidad machista y falsamente paternalista de los dirigentes franquistas, las mujeres no encajaban en los campos de concentración. Su destino fueron las cárceles, donde sufrieron las mismas penurias, fueron sometidas a idénticas torturas e incluso a más vejaciones que sus compañeros republicanos. No hubo, por tanto, ni un solo campo de concentración oficial femenino. Aún así, el autor ha podido documentar casos excepcionales como el de Los Almendros en Alicante donde hubo prisioneras durante los primeros días. También hay constancia de la presencia de pequeños grupos de cautivas en Cabra (Córdoba), el convento de Santa Clara en Soria, Camposancos en La Guardia (Pontevedra), los Campos de Sport de El Sardinero en Santander y San Marcos en León. Al finalizar la guerra, el campo de concentración de Arnao en Castropol (Asturias) congregó, bajo durísimas condiciones de vida, a mujeres cuyo único delito había sido ser madres, hermanas, hijas o esposas de hombres a los que se acusaba de haberse unido a la guerrilla antifranquista.

Los propios cautivos relatan la vida y la muerte en los campos

El autor ha dedicado una parte importante del libro a dar voz a las víctimas, hablando con algunos de los pocos supervivientes y recopilando centenares de testimonios. «Cuando yo estuve, las “sacas” eran por la noche. Llegaban los falangistas y daban en los pies de uno. “Venga arriba.” “Oiga, que yo me llamo fulano de tal.” “Ni fulano ni nada, arriba.” Y les sacaban para fusilarles», relataba Ángel Fernández Tijera de su paso por Miranda de Ebro. Las enfermedades, los malos tratos y, sobre todo, el hambre fueron las peores pesadillas para los prisioneros. «Cuando un oficial se retiraba del campo, se dio cuenta de que su perro no estaba a su lado y comenzó a silbar al can, silbido va y silbido viene y del chucho ni rastro. Al día siguiente se encontraron la piel y la cabeza del animal fuera de las alambradas. Como se puede suponer ¡nos lo habíamos comido crudo!», escribía Guillermo Fernández Blanco, en sus memorias inéditas. «Un día vi una escena que jamás he podido olvidar. Los cocineros habían tirado un hueso mondo y lirondo, sin carne, y cuando un perro vagabundo lo cogió, un prisionero se abalanzó para quitárselo. Fue una pelea lamentable. El hombre acabó con un brazo destrozado», rememoraba Luis Ortiz.

Una obra aplaudida por los historiadores Ian Gibson y Paul Preston

Carlos Hernández de Miguel, periodista desde hace 30 años, desarrolló el grueso de su carrera profesional en Antena 3 TV, donde fue cronista parlamentario y corresponsal de guerra en zonas como Palestina, Kosovo, Afganistán e Irak. Tras trabajar después como asesor de comunicación política y empresarial y en revistas como La Clave o Viajar, publicó en 2015 Los últimos españoles de Mauthausen. Una obra sobre los españoles deportados a los campos de concentración nazis que obtuvo un gran éxito de crítica y que ha vendido más de 20.000 ejemplares. En 2017, junto al ilustrador Ioannes Ensis publicó el cómic Deportado 4443. En la actualidad colabora con Eldiario.es.

Su segundo libro ya cuenta con el aval de historiadores y de expertos en la materia. Ian Gibson ha dicho de Los campos de concentración de Franco: «Una investigación tan heroica como necesaria (…) Me ha conmovido hasta las raíces». Por su parte, Paul Preston afirma: «Este tema tan crucial para la recuperación de la memoria histórica en España ha encontrado, en Carlos Hernández de Miguel, su cronista ideal. Nos ofrece una historia dolorosa pero necesaria, basada en una investigación exhaustiva y presentada en una prosa lúcida, del sufrimiento impuesto sobre miles de españoles y sus familias por Franco y sus seguidores». Finalmente, el juez Baltasar Garzón resume así sus impresiones sobre el libro: «Escalofriante relato. Una obra de obligada lectura que desnuda las mentiras del franquismo, documentad

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