Conversación mantenida entre el profesor de Ciencia Política Carlos Taibo y el economista y escritor José Luis Sampedro.
REBELIÓN.
Carlos Taibo . Vamos a ver cómo sale este experimento porque esto de hablar, o dialogar, en voz alta delante de tanta gente no es particularmente cómodo. En las últimas semanas he pasado varias veces por la misma situación: la de que me invitasen a hablar sobre las materias más dispares para que después, en el coloquio, todo el mundo se refiriese, cómo no, a la crisis que padecemos. En este caso no vamos a recurrir a ningún subterfugio: creo que vamos a hablar directamente de esa crisis.
Bueno, yo introduzco el diálogo de la siguiente manera. Hace unas semanas se ha publicado en Francia un libro en cuyo título el autor pone una singular atención en subrayar que la crisis en la que acabamos de adentrarnos recuerda poderosamente a la de 1929. A buen seguro que cuando echa mano de tal argumento está avisándonos sobre la hondura, sobre la gravedad, de la situación. No olviden que al fin y al cabo la crisis de 1929 estuvo en el origen de la consolidación de los fascismos en el decenio posterior y, si así lo quieren, sirvió también para propiciar lo que fue, después, la segunda guerra mundial.
Yo tengo, sin embargo, la impresión de que el análisis se queda corto. ¿Por qué? Por dos razones. La primera: porque nos enfrentamos, aunque a menudo se olvide, a una crisis al menos triple. La crisis del capitalismo global, con su dimensión especulativa y desreguladora, en primer lugar.
La crisis vinculada con un proceso abierto, el cambio climático, cuyas consecuencias en modo alguno van a ser saludables, en segundo término. Y en fin, y en tercer y último lugar, la crisis que nace del encarecimiento inevitable de las materias primas energéticas. Si cada de esas tres crisis por separado es suficientemente grave, mucho me temo que la combinación de las tres resulta singularmente explosiva.
Doy cuenta de una segunda diferencia con el escenario propio de 1929. Entonces las políticas socialdemócratas tradicionales, keynesianas, de un Estado que interviene en la economía para tirar de la demanda servían para la lógica del capitalismo. Me temo que hoy, hablando en serio, no sirven. ¿Por qué? Porque nos topamos con un problema gravísimo como es el de los límites medioambientales del planeta. Cuando el presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, señala que una de las respuestas centrales a lo que ocurre es la que pasa por la obra pública en infraestructuras ferroviarias y de carreteras está olvidando el escenario que se avecina. ¿Quién va a poder utilizar, dentro de diez años, esas autovías de nueva construcción cuando el litro de gasolina cueste ocho, diez o doce euros? Me temo que esto nos obliga a ser infinitamente cautos en los ejercicios de optimismo y a buscar tal vez procedimientos radicales de reordenación de nuestras sociedades que ya anuncio, y con certeza José Luis y yo vamos a hablar de esto, pasan por el decrecimiento de la producción y del consumo.
José Luis Sampedro. Muchas gracias. Tampoco creo que yo que sea tan parecida la crisis de hoy a la de 1929. Voy a dar otra visión que coincide en definitiva con la de Carlos, y no con la del libro que has mencionado. Con la autoridad que me da el haber sido casi testigo presencial de la crisis de 1929. La verdad es que algunas ventajas debía tener la vejez.
Yo en 1929 tenía doce años. Naturalmente no puedo hablar con conocimiento completo de la crisis de aquel entonces. Pero es que la crisis duró hasta 1933 o 1934, y tuvo otras consecuencias. Recuerdo perfectamente las fotografías de los parados norteamericanos. Los hombres con sus platillos para conseguir unas habichuelas y comer. Yo vivía la preocupación que había entonces por aquellos problemas. Todo esto —ya lo sé— no me da autoridad. Pero lo que he leído, y lo que he vivido después, me da alguna. La experiencia vital no se sustituye fácilmente por los libros.
Haré un diagnóstico contrastado de las dos crisis. La gran diferencia entre una y otra es que la de 1929 —que por cierto no empezó en Estados Unidos, sino que empezó en Austria: lo primero que cayó fue una institución austriaca, y de allí se propagó a un banco norteamericano, y ésa fue la gota de agua que desbordó las cosas, aunque esto hoy sea anecdótico— para mí fue una crisis de euforia, una crisis de juventud, propia de un país joven, una crisis de entusiasmo como el que se vivía en aquel entonces. Mientras que la crisis de ahora es una crisis de la vejez, de la decrepitud y del miedo. Trataré de justificar esto.
Quisiera hacerles vivir un poco lo que sí viví entonces, que fueron los felices años veinte. Los felices años veinte, un espíritu, una manera de vivir en Europa —incluso en la Europa medio destruida por la guerra—, de admiración hacia Estados Unidos. De Estados Unidos venía una idea de juventud, de ímpetu, de ir a por todas, de ganarlo todo fácilmente. Nosotros los chiquillos jugábamos a los vaqueros, y jugábamos con admiración. Entre las chicas se pusieron de moda los gorritos blancos de los marines norteamericanos, ésos que parecen una sopera puesta para arriba. Los llevaba todo el mundo. Y el jazz, y el charleston, y los negros, y Joséphine Baker en París.
Todo ello era una especie de irradiación tremenda de un país que acababa de sentirse ganador de una guerra, que acababa de sentir que entraba en el mundo al mismo tiempo que, claro, no entraba, porque, a pesar de que la Sociedad de Naciones fue una inspiración wilsoniana, norteamericana, luego Estados Unidos se automarginó de ella. Pero fue una explosión, una seguridad de que podían hacer lo que querían, porque el mundo era suyo. Y los cronistas de la época cuentan que, una vez verificada la crisis, si es verdad que hubo algún banquero que se tiró por un balcón y se suicidó, también es verdad que en aquel tiempo hasta los botones de los bancos compraban acciones. Se enteraban de que tal compañía convenía, y se compraba y se vendía alegremente, creyendo que todo podía ocurrir y que no pasaba nada. Era una crisis de eso, de inconsciencia, de inconsciencia adolescente.
Ahora estamos ante la crisis de un sistema que se siente amenazado. Porque el país más fuerte del mundo, el país que tiene el ejército más poderoso de todos, el país que se cree el emperador del mundo, tiene miedo. La gente en Estados Unidos tiene miedo. Todo les preocupa. La prueba es que renuncian a la libertad a cambio de que se les prometa seguridad, que además nadie les garantiza. Están dispuestos a ceder lo que sea con tal de conseguir seguridad.
Trataré de justificar esta tarde esta visión, porque es la que nos ilustra sobre el fondo profundo de la cuestión. Sobre lo que ha pasado desde 1929 hasta ahora. Casi un siglo, pero un siglo definitivo, un siglo importantísimo. Eso me parece fundamental. Luego podremos entrar en los detalles, pero a mí esto me parece que hay que verlo desde esta perspectiva. Si no comprendemos el momento histórico en que se encuentra la parábola de la vida del sistema capitalista occidental no comprenderemos nada. Creeremos que la crisis es algo que se puede arreglar. Y, efectivamente, la crisis se reparará: se le pondrán algunos parches y se arreglarán algunas cosas. Por cierto, noten ustedes con qué facilidad ha surgido dinero de debajo de las piedras, cientos de miles de millones, para ayudar a los bancos culpables del problema. Si se hubiera pedido para curar el SIDA en África o para educación no hubiera salido un millón de pesetas ni siquiera con treinta comités internacionales. Eso demuestra en qué situación del ciclo vital —porque las sociedades tienen su ciclo vital, y nacen, crecen y se hunden— estamos para comprender la transcendencia de la crisis...
Bueno, yo introduzco el diálogo de la siguiente manera. Hace unas semanas se ha publicado en Francia un libro en cuyo título el autor pone una singular atención en subrayar que la crisis en la que acabamos de adentrarnos recuerda poderosamente a la de 1929. A buen seguro que cuando echa mano de tal argumento está avisándonos sobre la hondura, sobre la gravedad, de la situación. No olviden que al fin y al cabo la crisis de 1929 estuvo en el origen de la consolidación de los fascismos en el decenio posterior y, si así lo quieren, sirvió también para propiciar lo que fue, después, la segunda guerra mundial.
Yo tengo, sin embargo, la impresión de que el análisis se queda corto. ¿Por qué? Por dos razones. La primera: porque nos enfrentamos, aunque a menudo se olvide, a una crisis al menos triple. La crisis del capitalismo global, con su dimensión especulativa y desreguladora, en primer lugar.
La crisis vinculada con un proceso abierto, el cambio climático, cuyas consecuencias en modo alguno van a ser saludables, en segundo término. Y en fin, y en tercer y último lugar, la crisis que nace del encarecimiento inevitable de las materias primas energéticas. Si cada de esas tres crisis por separado es suficientemente grave, mucho me temo que la combinación de las tres resulta singularmente explosiva.
Doy cuenta de una segunda diferencia con el escenario propio de 1929. Entonces las políticas socialdemócratas tradicionales, keynesianas, de un Estado que interviene en la economía para tirar de la demanda servían para la lógica del capitalismo. Me temo que hoy, hablando en serio, no sirven. ¿Por qué? Porque nos topamos con un problema gravísimo como es el de los límites medioambientales del planeta. Cuando el presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, señala que una de las respuestas centrales a lo que ocurre es la que pasa por la obra pública en infraestructuras ferroviarias y de carreteras está olvidando el escenario que se avecina. ¿Quién va a poder utilizar, dentro de diez años, esas autovías de nueva construcción cuando el litro de gasolina cueste ocho, diez o doce euros? Me temo que esto nos obliga a ser infinitamente cautos en los ejercicios de optimismo y a buscar tal vez procedimientos radicales de reordenación de nuestras sociedades que ya anuncio, y con certeza José Luis y yo vamos a hablar de esto, pasan por el decrecimiento de la producción y del consumo.
José Luis Sampedro. Muchas gracias. Tampoco creo que yo que sea tan parecida la crisis de hoy a la de 1929. Voy a dar otra visión que coincide en definitiva con la de Carlos, y no con la del libro que has mencionado. Con la autoridad que me da el haber sido casi testigo presencial de la crisis de 1929. La verdad es que algunas ventajas debía tener la vejez.
Yo en 1929 tenía doce años. Naturalmente no puedo hablar con conocimiento completo de la crisis de aquel entonces. Pero es que la crisis duró hasta 1933 o 1934, y tuvo otras consecuencias. Recuerdo perfectamente las fotografías de los parados norteamericanos. Los hombres con sus platillos para conseguir unas habichuelas y comer. Yo vivía la preocupación que había entonces por aquellos problemas. Todo esto —ya lo sé— no me da autoridad. Pero lo que he leído, y lo que he vivido después, me da alguna. La experiencia vital no se sustituye fácilmente por los libros.
Haré un diagnóstico contrastado de las dos crisis. La gran diferencia entre una y otra es que la de 1929 —que por cierto no empezó en Estados Unidos, sino que empezó en Austria: lo primero que cayó fue una institución austriaca, y de allí se propagó a un banco norteamericano, y ésa fue la gota de agua que desbordó las cosas, aunque esto hoy sea anecdótico— para mí fue una crisis de euforia, una crisis de juventud, propia de un país joven, una crisis de entusiasmo como el que se vivía en aquel entonces. Mientras que la crisis de ahora es una crisis de la vejez, de la decrepitud y del miedo. Trataré de justificar esto.
Quisiera hacerles vivir un poco lo que sí viví entonces, que fueron los felices años veinte. Los felices años veinte, un espíritu, una manera de vivir en Europa —incluso en la Europa medio destruida por la guerra—, de admiración hacia Estados Unidos. De Estados Unidos venía una idea de juventud, de ímpetu, de ir a por todas, de ganarlo todo fácilmente. Nosotros los chiquillos jugábamos a los vaqueros, y jugábamos con admiración. Entre las chicas se pusieron de moda los gorritos blancos de los marines norteamericanos, ésos que parecen una sopera puesta para arriba. Los llevaba todo el mundo. Y el jazz, y el charleston, y los negros, y Joséphine Baker en París.
Todo ello era una especie de irradiación tremenda de un país que acababa de sentirse ganador de una guerra, que acababa de sentir que entraba en el mundo al mismo tiempo que, claro, no entraba, porque, a pesar de que la Sociedad de Naciones fue una inspiración wilsoniana, norteamericana, luego Estados Unidos se automarginó de ella. Pero fue una explosión, una seguridad de que podían hacer lo que querían, porque el mundo era suyo. Y los cronistas de la época cuentan que, una vez verificada la crisis, si es verdad que hubo algún banquero que se tiró por un balcón y se suicidó, también es verdad que en aquel tiempo hasta los botones de los bancos compraban acciones. Se enteraban de que tal compañía convenía, y se compraba y se vendía alegremente, creyendo que todo podía ocurrir y que no pasaba nada. Era una crisis de eso, de inconsciencia, de inconsciencia adolescente.
Ahora estamos ante la crisis de un sistema que se siente amenazado. Porque el país más fuerte del mundo, el país que tiene el ejército más poderoso de todos, el país que se cree el emperador del mundo, tiene miedo. La gente en Estados Unidos tiene miedo. Todo les preocupa. La prueba es que renuncian a la libertad a cambio de que se les prometa seguridad, que además nadie les garantiza. Están dispuestos a ceder lo que sea con tal de conseguir seguridad.
Trataré de justificar esta tarde esta visión, porque es la que nos ilustra sobre el fondo profundo de la cuestión. Sobre lo que ha pasado desde 1929 hasta ahora. Casi un siglo, pero un siglo definitivo, un siglo importantísimo. Eso me parece fundamental. Luego podremos entrar en los detalles, pero a mí esto me parece que hay que verlo desde esta perspectiva. Si no comprendemos el momento histórico en que se encuentra la parábola de la vida del sistema capitalista occidental no comprenderemos nada. Creeremos que la crisis es algo que se puede arreglar. Y, efectivamente, la crisis se reparará: se le pondrán algunos parches y se arreglarán algunas cosas. Por cierto, noten ustedes con qué facilidad ha surgido dinero de debajo de las piedras, cientos de miles de millones, para ayudar a los bancos culpables del problema. Si se hubiera pedido para curar el SIDA en África o para educación no hubiera salido un millón de pesetas ni siquiera con treinta comités internacionales. Eso demuestra en qué situación del ciclo vital —porque las sociedades tienen su ciclo vital, y nacen, crecen y se hunden— estamos para comprender la transcendencia de la crisis...
Para leer la conversación completa: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=81745
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