La causa abierta contra Garzón ha sacado a la luz algo que es difícil de explicar a los extranjeros: Franco se pasea por los pasillos de nuestros juzgados. Las reticencias a acabar con los símbolos de la dictadura amparadas en todo tipo de absurdas justificaciones, que van desde el respeto a la Historia a cuestiones estéticas, son una evidencia de la admiración que aquel dictador suscita entre muchos de nuestros mandatarios. El líder espiritual de la derecha española, José María Aznar, pasaba parte de sus vacaciones en Quintanilla de Onésimo, que debe el nombre a Onésimo Redondo, conocido militante fascista que predicaba en sus escritos el antisemitismo, la abolición de la democracia por burguesa y decadente y la violencia como estrategia para tomar el poder. En los días siguientes al golpe de Estado de 1936, ese que los ponentes de los cursos de capacitación de la Comunidad de Madrid para catedráticos y profesores de Historia dicen que no existió, fundó la llamada “patrulla del amanecer” que se jactaba de fusilar a 40 personas diarias. El yugo y las flechas fueron una aportación suya. Al ex presidente demócrata de centro del PP no debían molestarle, desde luego no mandó retirar esos símbolos de su entorno. Por respeto a las tradiciones, supongo.
Nos encontramos con la sorpresa de que investigar crímenes es un delito. En un Estado de derecho no puede acatarse una ley que borre los hechos o imponga la mentira. Los valedores de la dictadura sienten la obligación de defender el honor de aquellos criminales; allá ellos, pero la Justicia no puede detenerse y menos a manos de los encargados de administrarla.
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