La justificación de la violencia ha sido siempre la pieza clave en torno a la que movimientos revolucionarios, grupos minoritarios que aspiraban a alzarse con el poder por la fuerza y el propio Estado, han litigado para legitimar su uso ante los hombres y mujeres de a pie.
En el pasado el empleo de la fuerza era el expediente habitual del poderoso para sujetar a sus súbditos e intimidar a otros pares en conflicto. Por supuesto no era el único argumento, sobre él siempre planeaba la religión, la elección divina, la sempiterna contienda entre el bien y el mal que se solía argumentar “manu militari”. Ambiciones personales o dinásticas, luchas
entres sectas de una misma religión o guerras religiosas con otras confesiones, sin olvidar los conflictos por puros intereses económicos con ejércitos nacionales en pie de guerra, bien surtidos de soldados ajenos por completo a lo que allí se dirimía, han sido expedientes ocurridos sin cesar en nuestra historia de violencia. La última guerra civil (1936-1939), bautizada como cruzada por los vencedores ha sido un compendio de todas las bajezas que dan forma a la guerra.
Tener la fuerza, detentar la violencia para hacerse con el poder o contar con ella para defenderlo un vez conseguido, esto puede ser el resumen de la conflictiva relación entre poder y violencia. Como herramienta de dominio ha servido para oprimir al pueblo. En ocasiones sólo con su exhibición, el miedo que provocaba acallaba cualquier protesta reafirmando el orden imperante.
Al final del conflicto, una vez desatado, el que acumulaba más fuerza en su forma de poder violento triunfaba; de poco valía que las razones estuvieran del lado de los derrotados, a lo sumo la historia les haría justicia. En el mejor de los casos.
El ejército justificado en cuanto que era necesario para defender las fronteras de la nación (a partir del S. XIX) y las llamadas fuerzas del orden (Policía, Guardia Civil, en nuestro caso) eran su correlato de puertas para adentro. Si la paz con los vecinos evitaba guerras sangrientas, la paz en el interior parece que debía presuponer la armonía de la convivencia social. La segunda parte se desmintió rápidamente cuando los cuerpos de seguridad se pusieron al servicio de la pura y simple represión del enemigo interior una vez debidamente señalado y demonizado por los agentes legitimadores de turno (la Iglesia)
En España, la posguerra hasta la transición (…), policía y guardia civil fueron los cancerberos del régimen y la población así los consideraba.
Con la transición se percibió la necesidad de legitimar política y socialmente a estos cuerpos armados, antes represivos, desgajándolos de su complicidad con las élites del franquismo y poniéndolos al servicio de la ciudadanía.
La Constitución de 1978 en su art. 104 declara expresamente: “las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado…, tendrán como misión proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad de la ciudadanía”. El cambio que se quería introducir era medular y suponía la conversión de una policía autoritaria a otra democrática…porque se entendía que la democracia otorgada en la transición era la mejor garante de su legitimidad. Sin democracia previa no puede existir policía democrática.
La Ley Orgánica de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado de 1986, en su introducción afirma: “La Ley pretende ser el inicio de una nueva etapa en la que destaque la consideración de la policía como un servicio público dirigido a la protección de la comunidad mediante la defensa del ordenamiento democrático”. El giro estaba dado y el cambio de imagen contribuyó a ello (nueva indumentaria, aunque viejas caras en muchos de sus responsables). Estaba claro que el pueblo español sólo podría aceptar una Policía y Guardia Civil al servicio de la democracia, que la legitimara en cuanto al uso exclusivo de la fuerza en las fronteras del Estado.
La novedad de estos últimos años con el advenimiento de las políticas antisociales, la sumisión a las directrices marcadas por Europa y la falta de legitimidad democrática de los gobiernos (incumplimiento de los programas electorales, partidos alejados de la ciudadanía, políticas al servicio de las élites económicas…), han desnudado la realidad de un régimen que se ha demostrado heredero del anterior y ajeno a los intereses de la mayoría.
Después de los fastos con la homologación europea de nuestra “democracia social y de derecho”, estamos asistiendo al desmoronamiento de la farsa y los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado están (mejor han sido puestos) en primera línea de fuego. Ante las masivas muestras de descontento ciudadano, de pérdida progresiva y en cascada de derechos, las protestas callejeras pacíficas son tratadas por el gobierno como algaradas de alborotadores que ponen en peligro los pilares de la democracia, y que deben ser reprimidas policialmente.
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