JOSEMARI RIPALDA Catedrático de Filosofía de la UNED
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Estamos acostumbrados a que se nos distinga, más aún, se nos oponga contundentemente democracia y fascismo. El que es fascista no es demócrata, el que es demócrata no puede ser fascista. La democracia es buena; el fascismo, malo. Democracia y fascismo son opuestos y excluyentes, como el bien y el mal, como blanco y negro. Pero, ¿y si resulta que entre democracia y fascismo hay transiciones de todas las clases y niveles?, ¿que Guantánamo no lo inventaron los nazis, ni un Estado con elecciones técnicamente limpias tiene por qué ser muy democrático, ni la democracia lo es jamás para todos? Atrás queda La Guerra Civil en Francia de Marx, olvidada ante todo por los que fueron o aún siguen llamándose marxistas; olvidada, pero no respondida. Delante, ante los ojos, la farsa de una clase política e intelectual que nos adoctrina a diario sobre la democracia, la ética y el Estado de derecho, tantas veces invocado ya por el tardofranquismo. Pero un Estado de derecho puede ser también regular o francamente malo; de su calidad se trata precisamente y no son aseveraciones de su excelencia las que lo garantizan. Tal vez es en el extranjero, por ejemplo en la nada ejemplar democracia norteamericana, donde uno se da cuenta de que allí sí saben lo que es democracia, aunque precisamente por eso no la equiparen al paraíso terrenal, como aquí nos quieren hacer creer.
Historia
El nacionalsocialismo alemán nunca derogó la Constitución democrática de Weimar -la única que ha tenido Alemania-; simplemente le fue añadiendo otras leyes e interpretaciones ad hoc. ¿Le suena esto a alguien por aquí? La democracia norteamericana, aparte de otras cosas de sobra conocidas, ha funcionado con el principio no escrito de la supremacía blanca (white supremacy). Las democracias europeas han sido compatibles con imperios coloniales y postcoloniales, cuyos episodios más cercanos, como la guerra de Argelia, aún arrojan su sombra ominosa sobre Francia. Un viceprimer ministro socialdemócrata, Willy Brandt, propuso en Alemania las “leyes de emergencia”; el mismo que propuso luego, ya como primer ministro, “el decreto contra los radicales”; los viejos sabemos el papel que jugó en la ‘Transición’. En otro tiempo he oído demasiadas veces a los alemanes que la democracia estaba bien para Alemania y el Franquismo no estaba tan mal para España. Algo así deben de opinar bastantes europeos clásicos acerca de la democracia española, como de la polaca o la rumana. En tiempos recientes el punto de comparación más recurrente que he oído con la democracia española ha sido la de Chequia. Yo encuentro mucho parecido con la de Chile (sólo que la familia Pinochet al menos ha comparecido ante el juez, y en España hay políticos que reivindican la memoria de Franco).
El Parlamento europeo dio una cálida acogida al inicio de las negociaciones con el independentismo vasco; actualmente, sin embargo, mira para otro lado. La razón es peor de lo que parece: a los gobiernos europeos no les viene mal disponer de un precedente como el español para poder desarrollar más cómodamente sus políticas socialmente regresivas y políticamente represivas bajo el título, por ejemplo, de “lucha contra el terrorismo”. El reciente caso del profesor berlinés de geografía urbana Andrey Holms, acusado de terrorismo y tratado como corresponde a “la gravedad del caso”, sólo ha sido parado provisionalmente- por la movilización de miles de colegas. Pero todos tenemos presente a dónde ha llegado, por ahora, “la lucha contra el terrorismo” en Londres o en los Estados Unidos.
Miedo en el cuerpo
Rodríguez Zapatero, después de haber sido incapaz de llevar una línea coherente de negociación en el País Vasco, ahora pasa a la represión absoluta (dicho sea sin menoscabo de la independencia de jueces tan ejemplares como Garzón según el portavoz del PSOE, López Garrido). Seguramente la propuesta de Ibarretxe le ha metido ahora el miedo en el cuerpo a la clase política española. Ésta ni sabe lo que es un proceso político, pues según ella este Estado, al ser ya democrático, no necesita más proceso que el de su constante consolidación. Por contraste fatal, en Euskal Herria sí se discute la “consulta” propuesta por Ibarretxe, sus imprecisiones, sus huecos, sus evidentes dificultades; en el silencio a que está cada vez más obligada, esa opinión pública puede resultar clamorosa como se le dé una espita de salida distinta de la rígida etiqueta electoral; y sentaría no sólo un precedente, sino que obligaría por fin a reconocer que hay un problema político vasco, algo, para la clase política de derechas y de izquierdas, incompatible con el hecho de que seamos una democracia, ergo inaceptable.
La clase política española podrá seguir enmarañándose en la retórica altisonante y ambigua de un nacionalismo sin nación. Porque la nación es el resultado de una revolución nacional, como lo fue la francesa y antes de ella la norteamericana, mientras que España pasó de ser imperio a país sin colonias. En vez de constituirse en nación, se convirtió en la monarquía militar de la Restauración, mientras la generación del ‘98, incapaz de afrontar la realidad, escapaba hacia una España profunda, supuestamente eterna por encima de sus derrotas. Y cuando la nación se impuso en la Segunda República, monarquía, ejército e iglesia, los tres dragones del Antiguo Régimen, se alzaron contra ella. Ahí siguen aún, vigilantes, como los perros guardianes de una clase dirigente “sin complejos”.
Realizar un gran pacto sin exclusiones es la única solución para la España real, la que no quieren reconocer sus élites de poder. Entonces se verá si España, unida por tantos lazos de todo tipo, es capaz también de volver a ser nación, como lo empezó a ser por unos pocos años un 14 de abril, antes de que llegaran “los nacionales” a sangre y fuego. Pero no veo disposición -aparte los amagos oportunistas de Zapatero- y el tiempo está jugando en contra de esta España; en el fondo ya ha jugado. El endurecimiento policial lo indica y no sólo en el País Vasco. Al establishment actual sólo le queda en mi opinión la tierra quemada de una lenta retirada con muertos, cárceles llenas, frustración y mucho sufrimiento.
También yo sigo las convincentes retrospectivas que se nos ofrecen casi a diario de la ‘Transición’ por sus más variados actores y cronistas. Escucho comprensivamente cuánto tacto y generosidad fueron precisos por parte de todos sus actores. Pero también recuerdo el estupor con que vi montar un andamiaje que me parecía destinado a la catástrofe en un plazo de diez años. Me equivoqué. Más bien es una podredumbre, un envenenamiento progresivo lo que ha ido invadiendo aquella España ilusionada, nada que se parezca a una “Transición ejemplar”. Ejemplar ¿para quién?
Estamos acostumbrados a que se nos distinga, más aún, se nos oponga contundentemente democracia y fascismo. El que es fascista no es demócrata, el que es demócrata no puede ser fascista. La democracia es buena; el fascismo, malo. Democracia y fascismo son opuestos y excluyentes, como el bien y el mal, como blanco y negro. Pero, ¿y si resulta que entre democracia y fascismo hay transiciones de todas las clases y niveles?, ¿que Guantánamo no lo inventaron los nazis, ni un Estado con elecciones técnicamente limpias tiene por qué ser muy democrático, ni la democracia lo es jamás para todos? Atrás queda La Guerra Civil en Francia de Marx, olvidada ante todo por los que fueron o aún siguen llamándose marxistas; olvidada, pero no respondida. Delante, ante los ojos, la farsa de una clase política e intelectual que nos adoctrina a diario sobre la democracia, la ética y el Estado de derecho, tantas veces invocado ya por el tardofranquismo. Pero un Estado de derecho puede ser también regular o francamente malo; de su calidad se trata precisamente y no son aseveraciones de su excelencia las que lo garantizan. Tal vez es en el extranjero, por ejemplo en la nada ejemplar democracia norteamericana, donde uno se da cuenta de que allí sí saben lo que es democracia, aunque precisamente por eso no la equiparen al paraíso terrenal, como aquí nos quieren hacer creer.
Historia
El nacionalsocialismo alemán nunca derogó la Constitución democrática de Weimar -la única que ha tenido Alemania-; simplemente le fue añadiendo otras leyes e interpretaciones ad hoc. ¿Le suena esto a alguien por aquí? La democracia norteamericana, aparte de otras cosas de sobra conocidas, ha funcionado con el principio no escrito de la supremacía blanca (white supremacy). Las democracias europeas han sido compatibles con imperios coloniales y postcoloniales, cuyos episodios más cercanos, como la guerra de Argelia, aún arrojan su sombra ominosa sobre Francia. Un viceprimer ministro socialdemócrata, Willy Brandt, propuso en Alemania las “leyes de emergencia”; el mismo que propuso luego, ya como primer ministro, “el decreto contra los radicales”; los viejos sabemos el papel que jugó en la ‘Transición’. En otro tiempo he oído demasiadas veces a los alemanes que la democracia estaba bien para Alemania y el Franquismo no estaba tan mal para España. Algo así deben de opinar bastantes europeos clásicos acerca de la democracia española, como de la polaca o la rumana. En tiempos recientes el punto de comparación más recurrente que he oído con la democracia española ha sido la de Chequia. Yo encuentro mucho parecido con la de Chile (sólo que la familia Pinochet al menos ha comparecido ante el juez, y en España hay políticos que reivindican la memoria de Franco).
El Parlamento europeo dio una cálida acogida al inicio de las negociaciones con el independentismo vasco; actualmente, sin embargo, mira para otro lado. La razón es peor de lo que parece: a los gobiernos europeos no les viene mal disponer de un precedente como el español para poder desarrollar más cómodamente sus políticas socialmente regresivas y políticamente represivas bajo el título, por ejemplo, de “lucha contra el terrorismo”. El reciente caso del profesor berlinés de geografía urbana Andrey Holms, acusado de terrorismo y tratado como corresponde a “la gravedad del caso”, sólo ha sido parado provisionalmente- por la movilización de miles de colegas. Pero todos tenemos presente a dónde ha llegado, por ahora, “la lucha contra el terrorismo” en Londres o en los Estados Unidos.
Miedo en el cuerpo
Rodríguez Zapatero, después de haber sido incapaz de llevar una línea coherente de negociación en el País Vasco, ahora pasa a la represión absoluta (dicho sea sin menoscabo de la independencia de jueces tan ejemplares como Garzón según el portavoz del PSOE, López Garrido). Seguramente la propuesta de Ibarretxe le ha metido ahora el miedo en el cuerpo a la clase política española. Ésta ni sabe lo que es un proceso político, pues según ella este Estado, al ser ya democrático, no necesita más proceso que el de su constante consolidación. Por contraste fatal, en Euskal Herria sí se discute la “consulta” propuesta por Ibarretxe, sus imprecisiones, sus huecos, sus evidentes dificultades; en el silencio a que está cada vez más obligada, esa opinión pública puede resultar clamorosa como se le dé una espita de salida distinta de la rígida etiqueta electoral; y sentaría no sólo un precedente, sino que obligaría por fin a reconocer que hay un problema político vasco, algo, para la clase política de derechas y de izquierdas, incompatible con el hecho de que seamos una democracia, ergo inaceptable.
La clase política española podrá seguir enmarañándose en la retórica altisonante y ambigua de un nacionalismo sin nación. Porque la nación es el resultado de una revolución nacional, como lo fue la francesa y antes de ella la norteamericana, mientras que España pasó de ser imperio a país sin colonias. En vez de constituirse en nación, se convirtió en la monarquía militar de la Restauración, mientras la generación del ‘98, incapaz de afrontar la realidad, escapaba hacia una España profunda, supuestamente eterna por encima de sus derrotas. Y cuando la nación se impuso en la Segunda República, monarquía, ejército e iglesia, los tres dragones del Antiguo Régimen, se alzaron contra ella. Ahí siguen aún, vigilantes, como los perros guardianes de una clase dirigente “sin complejos”.
Realizar un gran pacto sin exclusiones es la única solución para la España real, la que no quieren reconocer sus élites de poder. Entonces se verá si España, unida por tantos lazos de todo tipo, es capaz también de volver a ser nación, como lo empezó a ser por unos pocos años un 14 de abril, antes de que llegaran “los nacionales” a sangre y fuego. Pero no veo disposición -aparte los amagos oportunistas de Zapatero- y el tiempo está jugando en contra de esta España; en el fondo ya ha jugado. El endurecimiento policial lo indica y no sólo en el País Vasco. Al establishment actual sólo le queda en mi opinión la tierra quemada de una lenta retirada con muertos, cárceles llenas, frustración y mucho sufrimiento.
También yo sigo las convincentes retrospectivas que se nos ofrecen casi a diario de la ‘Transición’ por sus más variados actores y cronistas. Escucho comprensivamente cuánto tacto y generosidad fueron precisos por parte de todos sus actores. Pero también recuerdo el estupor con que vi montar un andamiaje que me parecía destinado a la catástrofe en un plazo de diez años. Me equivoqué. Más bien es una podredumbre, un envenenamiento progresivo lo que ha ido invadiendo aquella España ilusionada, nada que se parezca a una “Transición ejemplar”. Ejemplar ¿para quién?
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